En su último año de vida, el
conquistador Francisco Pizarro parecía que iba a gozar al fin de los dulces
frutos de sus conquistas. A pesar de los fantasmas que le perseguían a sus 63
años, el extremeño vivía feliz en su recién construido palacio de Los Reyes
junto a la bella Angélica Yupanqui. Había sido un solterón empedernido, pero
empeñado en que los españoles se entroncaran con la población local, se casó al
final de su vida con mujeres indígenas a modo de ejemplo. Disfrutaba de cierta
calma, aplastada la rebelión de su viejo aliado Diego de Almagro hasta que una
brutal muerte le sorprendió en su palacio.
El conquistador casi sobrevivió a
todo: a la ingrata tierra extremeña, al duro viaje a través del Atlántico y a
una lucha contra millares de guerreros incas. Pero no pudo hacer nada contra la
ira de sus propios compatriotas. Cuando Pizarro pensaba que moriría de viejo,
rodeado de sus hijos, su esposa y sus fieles hermanos junto a los cuales había
dado muerte al traicionero Almagro, irrumpieron los almagristas el 26 de junio
de 1541 -hace 475 años- en su palacio para darle «tantas lanzadas, puñaladas y
estocadas que lo acabaron de matar con una de ellas en la garganta», según la
descripción de un cronista.
Terminaba así, con puñaladas, una
vida marcada por las armas y las aventura. Nacido en la localidad de Trujillo
(Extremadura), Francisco Pizarro era hijo bastardo de un hidalgo emparentado
con Hernán Cortés que combatió en su juventud junto a las tropas españolas de
Gonzalo Fernández de Córdoba en Italia. En 1502 se trasladó a América en busca
de fortuna y fama, donde oyó historias sobre un rico territorio al sur del
continente que los nativos llamaban «Birú» (transformado en «Pirú» por los
europeos) Francisco Pizarro, de 50 años de edad, decidió unir sus fuerzas con
las de Diego de Almagro -de orígenes todavía más oscuros que el extremeño- y
con las del clérigo Hernando de Luque para internarse en el sur del continente.
Una vez finalizada la conquista
de esa tierra mítica, las riñas internas entre los partidarios de Almagro y los
de Pizarro -que luchaban por delimitar los territorios que pertenecían a cada
uno de los bandos- entraron en conflicto armado en 1535. Tras un choque entre
facciones conocido como la batalla de Las Salinas, Pizarro cogió prisionero a
Almagro y lo condenó a muerte. El conquistador suplicó por su vida, a lo cual
respondió uno de los hermanos de Pizarro, Hernando, diciendo: «Sois caballero y
tenéis un nombre ilustre; no mostréis flaqueza. Me maravillo de que un hombre
de vuestro ánimo tema tanto a la muerte. Confesaos, porque vuestra muerte no
tiene remedio». Finalmente fue ejecutado el 8 de julio de 1538 en la cárcel por
estrangulamiento de torniquete –el tristemente famoso “garrote vil”- y su
cadáver decapitado en la
Plaza Mayor de Cuzco.
En medio de la relativa calma que
siguió a la muerte de Almagro, Francisco Pizarro seguía conservando su
vitalidad -jugaba a los bolos y a la pelota a diario- así como sus hábitos y
vestimentas austeras. «Usaba un sayo de paño negro con los faldamentos hasta el
tobillo y el talle a los medios pechos y unos zapatos de venado blancos y un
sombrero blanco y su espada y su puñal a la antigua» -describe Agustín de
Zárate sobre la despreocupada ropa que vestía a la antigua, esto es, como en
otro tiempo. A sus 63 años el extremeño ya era un anciano, un hombre de otro
tiempo que disfrutaba mezclándose con el pueblo y observando cómo la ciudad de
Lima crecía un poco más cada día.
Lo cual no significa que Pizarro
esperara ocioso el final de sus días. Como explica la historiadora Carmen
Martín Rubio –autora de «Francisco Pizarro: el hombre desconocido» (Ediciones
Nobel): «El decreto dado al teniente de Arequipa el 7 de mayo de 1541, sobre
mes y medio antes de su muerte, atestigua fehacientemente la fuerza física y
mental que Pizarro poseía en esos momentos. (…) tenía determinado comenzar en
el próximo verano otra guerra contra el Inca (Manco Cápac); es decir, unos seis
o siete meses más tarde...»
Y entonces le llegó la muerte.
Ante las amenazas de muerte que le llegaban de los partidarios de Diego de
Almagro el Joven, hijo de su antiguo compañero de armas, Pizarro aumentó la
seguridad en su palacio, y tal vez por estos temores, el día de su muerte pidió
que se oficiara misa en su residencia. No se equivocaba el extremeño, puesto
que los almagristas le esperaban junto a la iglesia para coserle a cuchilladas.
No obstante, al ver que permanecía en su palacio, el grupo armado se dirigió
allí al grito de «Viva el rey, muera el traidor», provocando una enorme
espantada entre los acompañantes del conquistador del Perú.
Relata Pedro Pizarro que «todos
los que se hallaban en la sala salieron corriendo, incluso el teniente
gobernador Juan Velázquez con su vara de mando en la boca, y que se tiraron por
las ventanas que daban al río Rimac... dejando solos al gobernador, a su
hermano y a dos pajes».
Francisco Pizarro y su hermano
Martín murieron a manos del grupo de almagristas. El extremeño se defendió
«bravamente» y fueron necesarias al menos 20 heridas de espada para acabar con
su vida. Tras uno de lo mayores magnicidios de la historia de la Edad Moderna , los
agresores obligaron a las autoridades de Lima a nombrar gobernador al joven
Diego de Almagro y forzaron que Francisco Pizarro fuera enterrado de forma casi
clandestina, según señala Henry Kamen “en un patio de la catedral” de la
ciudad. Y precisamente aquí empieza la otra parte del desgraciado ocaso de
Pizarro.
Las tumbas y los diretes
Como narra la historiadora Carmen
Martín Rubio en su obra, Pizarro había dejado escrita su voluntad de ser
enterrado «en la iglesia mayor de esta Ciudad de los Reyes, en la capilla mayor
de la dicha iglesia». Con el paso de las décadas los restos de Pizarro
sufrieron distintos traslados hasta que en 1623 se decidió su definitivo
emplazamiento: en la bóveda sepulcral debajo de la capilla mayor de la Catedral de Lima. Allí
permanecieron hasta que en 1881 el cabildo de la ciudad estableció una comisión
para exhumar e investigar sus restos como conmemoración del 340 aniversario de
su muerte.
Sin excesivo rigor, los
investigadores hallaron en el lugar una momia que creyeron era la de Pizarro y
la colocaron en un mausoleo para la ocasión, situado en la parte derecha de la
catedral. La comisión defendió que se trataba del extremeño porque según su
informe el cadáver mostraba marcas de derrames sanguíneos producidos por
heridas en la cabeza, cuello y extremidades.
Durante más de un siglo esa momia
representó al conquistador del Perú y fue el objeto de sus actos de homenaje
sin que nadie sospechara que no se trataba de los restos de Pizarro. El 18 de
julio de 1977, unos operarios encontraron durante unos trabajos de remodelación
en la catedral una caja de plomo y otra de madera. En la de madera se hallaron
huesos. En el interior de la de plomo había un cráneo y una inscripción
inequívoca: «Aquí está la cabeza del señor marqués Don Francisco de Pizarro que
descubrió y ganó los reinos de Perú y puso en la real Corona de Castilla». Se
abría el misterio: ¿cuáles eran los auténticos restos de Pizarro?
Los sucesivos análisis
arqueológicos no terminaron de despejar el misterio sobre los restos de
Pizarro. En un principio se dijo que los huesos de la caja pertenecían a un
adulto, a una mujer y dos niños, pero incluso cuando el arqueólogo Hugo Ludeña
aseguró que se trataba de Pizarro, la polémica siguió abierta. Al no alcanzarse
un acuerdo en la comunidad científica, los investigadores decidieron abrir
también la urna donde reposaba la momia del supuesto Pizarro. Dos antropólogos
forenses procedentes de EE.UU. confirmaron las sospechas: aquella momia
pertenecía a cualquier persona menos a un soldado del siglo XVI; en tanto, se
procedió a trasladar los restos de las cajas a una capilla ubicada en la parte
derecha de la catedral.
El solemne traslado no significó
el final de la polémica. Distintos historiadores continuaron desconfiando de
los procedimientos empleados, y exigieron nuevos estudios. Tras una
investigación radiológica sobre el esqueleto a cargo de la doctora Gladys
Delpino (Universidad Cayetano Heredia), se confirmó que se trataba de Pizarro
en base a las 16 heridas punzo cortantes y de la huella de otras cicatrices en
los huesos que correspondían con la forma en la que murió el extremeño, así como
con otras heridas documentadas a lo largo de su vida. Y por si aún cabía alguna
duda, entre los años 2006 y 2008 el arqueólogo forense Edwin Raúl Grenwich de la Universidad de San
Marcos realizó análisis bio-arquiométricos que parecen haber dado al fin un carpetazo
al misterio. No en vano Grenwich identificó los restos como los de un hombre
diestro, robusto, de 1,74
centímetros , que al fallecer tenía entre 50 y 68 años en
el momento de su muerte.
Buenas noches querido Baroné este magnifico texto alimenta mi cabeza Gracias
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ResponderEliminarahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhyyyyyyyyyyyyy pobre Pizarro serà el??desde el E.T HASTA EL HOMBRE PISANDO LA LUNA Y AHORA PIZARRO !!!!NOS MIENTEN MUCHOOOOOO JAJAJAJA
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