jueves, 25 de agosto de 2016

Un amor que se llora


Por Andrés Amorós

El «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías» de García Lorca ha hecho famoso en el mundo entero este nombre. Creen algunos incluso que Federico lo inventó. Naturalmente no es así. 


No hubo príncipe en Sevilla 
que comparársele pueda, 
ni espada como su espada 
ni corazón tan de veras. 
Como un río de leones 
su maravillosa fuerza, 
y como un torso de mármol 
su dibujada prudencia. 
Aire de Roma andaluza 
le doraba la cabeza 
donde su risa era un nardo 
de sal y de inteligencia. 
¡Qué gran torero en la plaza! 
¡Qué buen serrano en la sierra! 
¡Qué blando con las espigas! 
¡Qué duro con las espuelas! 
¡Qué tierno con el rocío! 
¡Qué deslumbrante en la feria! 
¡Qué tremendo con las últimas 
banderillas de tiniebla! 

Pero ya duerme sin fin. 
Ya los musgos y la hierba 
abren con dedos seguros 
la flor de su calavera. 
Y su sangre ya viene cantando: 
cantando por marismas y praderas, 
resbalando por cuernos ateridos, 
vacilando sin alma por la niebla, 
tropezando con miles de pezuñas 
como una larga, oscura, triste lengua, 
para formar un charco de agonía 
junto al Guadalquivir de las estrellas. 
¡Oh blanco muro de España! 
¡Oh negro toro de pena! 
¡Oh sangre dura de Ignacio! 
¡Oh ruiseñor de sus venas! 
No. 
¡Que no quiero verla! 
Que no hay cáliz que la contenga, 
que no hay golondrinas que se la beban, 
no hay escarcha de luz que la enfríe, 
no hay canto ni diluvio de azucenas, 
no hay cristal que la cubra de plata. 
No. 
¡¡Yo no quiero verla!!

Ignacio fue un personaje fascinante: matador de toros, mecenas de la generación del 27, autor dramático, conferenciante en Nueva York, crítico de sus propias corridas, Presidente del Betis y de la Cruz Roja sevillana... 

Los que le conocieron insisten en su enorme atractivo personal -«todo un hombre» me han dicho Pepín Bello y Alfredito Corrochano, sus grandes amigos- No fue un efebo, sino un hombre corpulento que tenía notable éxito con las mujeres. Su vida sentimental se centra en tres: Lola, Encarna y Marcela. El 27 de septiembre de 1915, en Sevilla, Ignacio Sánchez Mejías se casa con Dolores Gómez Ortega, hermana de los «Gallos». Tiene entonces 25 años y está aprendiendo el oficio como banderillero junto a «Joselito»; para él su maestro, su modelo, casi un dios. (Es patética la famosa fotografía de Baldomero en que se le ve en Talavera, en 1920, con el rostro apoyado en la mano como un pensieroso junto al cadáver de José)

Con Lola, Ignacio tiene dos hijos, Ignacio -que también fue torero- y María Teresa. Lola era gitana, bailaba con gracia, estaba muy enamorada de él... pero se le fue quedando atrás cuando el diestro amplió sus inquietudes culturales. No existía entonces el divorcio en España. Lola ocultaba su dolor con admirable dignidad. Me contaba Alfredito -que pasó temporadas en Pino Montano, la finca sevillana donde vivía el matrimonio- que a veces, de noche, el dolor de sus numerosas cornadas le impedía dormir a Ignacio; entonces Lola bajaba de su habitación y le aplicaba pomadas calmantes.

A partir de 1925, vive Ignacio su gran amor con Encarnación López Júlvez -«la Argentinita»- la gran revolucionaria del baile folclórico español, al que logra dar prestigio internacional. (Un psicólogo debe considerar curioso que ella había tenido antes una cierta relación sentimental con «Joselito», el modelo taurino de Ignacio) 

Encarna es gran amiga de García Lorca: él la acompaña al piano en la grabación de las «Canciones populares antiguas» que ha reunido, como «El café de Chinitas», «Los mozos de Monleón», «Los cuatro muleros», o «Las morillas de Jaén». Federico, Encarna e Ignacio forman un trío de amigos. Ignacio pasa temporadas en Madrid, y la visita en el piso de la calle General Arrando donde, hasta hace poco, ha vivido Pilar López, la hermana de Encarna: allí he visto yo retratos de él.

En 1933, Ignacio y Encarna crean la Compañía de Bailes Españoles, que estrena un espectáculo ambicioso, «Las calles de Cádiz», con texto de «Jiménez Chávarri» (alias del propio torero), música de Manuel de Falla y decorados de Ontañón. Pilar López me resumió el efecto que causó en el público madrileño: “¡Se armó la de San Quintín!” 

Pero Ignacio seguía teniendo éxito con las mujeres. Me contó Rafael Martínez Nadal -el gran amigo de Federico- que si el diestro iniciaba algún coqueteo, Federico, puritano, le reñía en nombre de su amiga Encarna...

Menos conocida es la historia de Marcelita: Marcelle Auclair, una hispanista francesa que había pasado su infancia en Chile y que se casó en 1926 con el escritor Jean Prévost (se divorció de él en 1939) En los años sesenta publicó una biografía de Santa Teresa de Jesús y un par de libros sobre la felicidad, además de fundar la revista «Marie Claire». En febrero de 1933 Marcelle, que tiene 34 años, visita Madrid. García Lorca le recomienda que conozca a Ignacio, «el andaluz por excelencia». Él es nueve o diez años mayor que ella. Se conocen en casa de Jorge Guillén, en la lectura que hace Federico a un grupo de amigos de «Bodas de sangre».

Años después, ella lo recuerda en su libro «Enfances et mort de García Lorca»: «Se sentó a mi lado. No decía nada. Me miraba. Yo le miraba. Los dos, mudos, heridos en lo vivo. Yo estaba allí en mi silla y él me miraba. Sus manos temblaban. La idea de marcharme al día siguiente, se me había hecho insoportable... Acabada la lectura, nos encontramos en la calle, Ignacio y yo, con los otros amigos, que no se atrevían a dejarnos. Federico gruñía: "¡Qué barbaridad!” Pasamos toda la noche, parándonos de vez en cuando en algún café. Ignacio sólo bebió agua pero recitó poemas de Góngora, más ardientes que todos los licores». También, una preciosa canción popular asturiana, que he podido localizar: “¡Ay, amor! Si la nieve resbala por el sendero, ¿qué haré yo?”

Al final de la noche fueron a dar a un baile popular en La Bombilla. Allí bailaron juntos al son de «La verbena de la Paloma». “Al primer paso de baile que dí, Ignacio me paró en seco y, poniendo sus grandes manos sobre mis hombros, me dijo: ”Aquí, soy yo el que mando”.

Federico vivió esto -según su expresión- como «un dramón». «Conozco de sobra a Ignacio para saber que, esta vez, es grave. Ella tiene un marido e hijos. Él, a "la Argentinita”. Si llega a pasar lo que preveo, Encarna los mata a los dos». Vuelve Marcelle a París, creyendo que la relación ha terminado. Pero Ignacio se presenta allí, en su casa y se encuentra con el marido: «La declaración de guerra entre los dos fue muda, pero brutal». Luego, esa tarde, la lleva a escuchar a unos gitanos: «Único contacto físico: un beso en el taxi, que ha durado de Étoile a Montrouge. Quedamos en vernos al día siguiente».

Pero un capricho del destino lo impide. 

En Sevilla, el administrador de los Bienvenida asesina a Rafaelito, el menor de los hermanos, que tenía quince años y estaba con su amigo Joselito Sánchez Mejías -el hijo de Ignacio- en casa de éste. El juez llama a declarar al torero, que tiene que volver precipitadamente. Y la escritora francesa se asusta, recordando las palabras de su marido: «Hay sangre entre ese hombre y tú».

En el verano de 1934, Marcela está en Santander, en los cursos de la Universidad Internacional. El 5 de agosto asiste, con sus amigos, a la corrida en la que torea Ignacio, que ha vuelto a los ruedos: «Lleva un traje azul y oro, su perfil de "sombrío Minotauro” tiene una gravedad hierática. Emana de él una fuerza tranquila que nos da seguridad».

Ignacio la descubre en el tendido, al dar la vuelta al ruedo. Esa noche, la llama por teléfono: «Me quedan tres contratos: mañana, en La Coruña; el 10, en Huesca; el 12, en Pontevedra. Cumplido eso, dejo definitivamente de torear».

¿Lo pensaba de verdad o sólo intentaba tranquilizarla? ¿Quería verla de nuevo? No lo sabemos. Seis días después, el 11 de agosto, Ignacio sufre una grave cornada en Manzanares. Muere en Madrid dos días más tarde. En Santander, Federico le entrega a Marcelita (así la llamaba) un cartón en el que ha pegado, con la ingenuidad de un niño, varios recortes y fotografías de Ignacio. Luego le dedicará un ejemplar de su gran poema: «A mi querida amiga Marcelle. Este recuerdo de nuestro inolvidable amigo. Con un abrazo de Federico García Lorca».

No hacía falta más. El poeta había vivido de cerca esta historia de amor. Gracias al «Llanto», Ignacio Sánchez Mejías no ha muerto del todo. Y, hasta el final de sus días en 1983, Marcelita guarda en su corazón el recuerdo de aquella despedida en la Estación de Orsay: siempre le quedó París. 

Y una noche de amor en una verbena madrileña.



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